EL MÁRTIR DE ROMA - cuento



   La ambulancia llegó a tiempo, pero el operativo no funcionó como se esperaba. Solo se ganó algo menos de una hora. Los medios de prensa, desconfiados, habían alquilado un helicóptero para seguir el trayecto de la ambulancia, a despecho de las intenciones gubernamentales de ocultar el asunto. En el aeropuerto de Madrid-Barajas hubo que desviar el avión a una pista accesoria para eludir la nube de periodistas y camarógrafos que pululaban por todos lados. Isabella, la paciente más famosa del mundo fue bajada del avión y embarcada, junto a su madre, en la ambulancia con escolta policial. Cerraron diez minutos la salida del aeropuerto para impedir que los medios de prensa siguieran a la ambulancia. Ignoraban que ya lo estaban haciendo desde el aire.

    El Hospital Universitario Ramón y Cajal es un Centro de Titularidad Pública, dependiente de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid. Cultiva las tres vertientes de un hospital de su categoría: la asistencial, la docente y la investigadora. Actualmente es uno de los más importantes de España y reconocido en el resto del mundo.

    La ambulancia ingresó por la Sala de Urgencias. Los profesionales que aguardaban dispusieron de un largo momento de tranquilidad para ingresar a la paciente. Fue el único. Los periodistas, avisados desde el aire —el helicóptero no obtuvo permiso para aterrizar—, demoraron casi una hora en llegar. Todos se habían ido al Hospital Universitario de Getafe. Una hábil maniobra de inteligencia policial que difundió una filtración ficticia. Todos la creyeron.

    Isabella, su madre Elena, el equipo médico que la acompañaba y los dispositivos para mantenerla con vida, fueron alojados en una de las habitaciones del Pabellón R8. Un sector seguro y exclusivo, construido ex profeso para casos ilustres o de gran trascendencia. Permitía controlar el acceso por un solo lugar, de médicos, enfermeras y visitantes. Isabella y su madre, que no la abandonaba en ningún momento, ocupaban una habitación llena de dispositivos y equipos para conservar la vida de la jovencita... Las otras dos habitaciones, más amplias, estaban vacías.

    Isabella, si se quiere, era una asesina. Había matado, en su propia casa, a quien intentara violarla y no lo consiguió por haber caído desangrado y morir en el intento. Apenas segundos de diferencia.

    Utilizó un simple bisturí quirúrgico, descartable, de un filo impresionante. En su casa abundaban este tipo de utensilios. Su padre, recientemente fallecido, era un cirujano de prestigio. Ella, antes de caer sobre el escalón del dormitorio y golpearse en la nuca, alcanzó a cortar, bisturí en mano, la arteria carótida de su atacante. Un golpe sin mirar..., a la desesperada. El afilado escalpelo penetró en el cuello y seccionó la arteria izquierda. El agresor, presa de una intensa hemorragia, alcanzó a caminar unos pasos y se desplomó en medio de un charco de sangre. La posterior investigación policial comprobó la presencia de restos de semen. El enajenado violador había eyaculado mientras se desangraba. Un fugaz relámpago de puro infinito entre la vida y la muerte.

    Ella no tuvo tanta suerte. El golpe en la nuca le provocó un serio traumatismo craneoencefálico abierto, con fractura de hueso, hemorragia y pérdida de masa encefálica. Todo derivó en serias lesiones cerebrales. Estaba viva a los 18 años... ¡Pero a qué costo...! Hospitalizada de inmediato nada se pudo hacer para recuperar su motilidad. El daño era irreversible. Había perdido el habla, el lenguaje, la sensibilidad, la audición, sufría de convulsiones y parálisis periódicas. No podía respirar ni alimentarse. Permanecía en estado de coma permanente conectada a mecanismos médicos de última generación, que la mantenían con vida. Conservaba una belleza que no podía admirar ni ser admirada.

    Elena, la madre viuda, abandonó su actividad profesional de psicóloga y se dedicó por entero a su hija. Con las rentas de su piso en Alicante y el consultorio de su difunto esposo obtenía para los gastos de ambas. Se trasladó a vivir al hospital General Universitario de Alicante. Isabella estaba bajo la tutela del Servicio Social de la Agencia Valenciana de Salud.

    La paciente fue procesada por homicidio. Había matado a un hombre. El juez —egresado de escuelas católicas— y presionado por la Vicaría de Alicante, dictó la prisión preventiva que debía cumplirse en el establecimiento sanitario adecuado a su estado. Ordenó que se hicieran pruebas médicas para evaluar su capacidad de razonamiento. Las conclusiones de los forenses fueron disímiles. Unos afirmaban que podía entender el mundo que la rodeaba, su acervo cultural se conservaba intacto. Otros directamente la calificaban de organismo vegetal —casi sin vida— que aunque pudiera comprender el mundo que la rodeaba, no podía interrelacionarse con él; lo cual es menos que una hoja caída del otoño. El juicio quedó paralizado en la instrucción, dada la imposibilidad de tomarle declaración a la asesina.

    Una mujer viva privada de vivir. Carecía del principal atributo de un ser vivo: relacionarse por si misma con la Naturaleza. El asunto causó un cierto revuelo en la opinión pública, pero sin alcanzar la dimensión mundial que lograría unos años más tarde. Todo quedó en casa, en España, en Alicante.

    Unos decían que fue legítima defensa, otros que había que matarlos a todos sin especificar una prioridad de ejecuciones, otros que se lo había buscado por provocadora. El debate solo llegó a los diarios de las ciudades más importantes, Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia, pero no salió de España.

    El detalle de la eyaculación del violador, que se hizo público, generaba una morbosa simpatía en los círculos católicos. Imprudentemente, llegaron al extremo de verlo como una víctima impotente de las provocaciones de la jovencita, a la que comenzaron a tildar de impúdica. El obispo de la Diócesis de Orihuela dijo —en su homilía dominical— cuán expuestas a la violencia están las jovencitas que no guardan el recato que establece la Iglesia ni se conducen en el temor de Dios. Así fue mancillada gratuitamente la reputación de Isabella, casi una niña, hija de un prestigioso cirujano y de una eficiente psicóloga, cuyo pecado máximo es haber sido hermosa cual ninguna; lo que no deja de ser un grave pecado, pues induce a pecar a los demás, a juicio de la Iglesia.

    Nuevas noticias relegaron el caso de Isabella y el público dejó el tema para abalanzarse sobre otros asuntos, que no alcanzaron la truculencia del de Isabella y su frustrado violador.

    Isabella no solo vivía en coma vegetativo sino que además estaba detenida, lo cual implicaba vigilancia policial permanente. La madre, acosada por los periodistas, decía que su hija no pensaba en fugarse y que además no pensaba. El juez aceptó la garantía de sus propiedades. Dispuso la libertad bajo fianza de la paciente y retiró la custodia policial.

    En la misma habitación de Isabella fue colocada una cama para Elena, cada vez más pendiente de las necesidades de su hija. Pasaban muchas horas juntas mirándose. La madre percibió en sus apagados ojos azules atisbos de inteligencia. La íntima relación establecida entre ambas desde el útero comenzó a reverdecer lentamente. Elena pronunciaba frases cortas, banales, como si hablara sola mientras observaba los ojos de Isabella. Estos no tenían un lenguaje muy extenso. Alegría o tristeza, asentimiento o negación, entusiasmo o abandono. Las miradas de soledad venían acompañadas de adjetivos: bondad, ternura, belleza, desazón, angustia, pasión, ira, deseos...

    La madre hablaba durante horas, despacio, gesticulando las palabras y observando el rostro de Isabella. Callaba de inmediato cuando se abría la puerta y entraba la enfermera o el médico a cumplir alguna tarea especifica.

    Así, a los dos años de su ingreso, la madre supo que Isabella quería morir. A ella, enfrentada a su propia conciencia, le pareció lo más oportuno. No vivía por si misma, sino que lo hacía mediante el complejo dispositivo medico que le suministraba los elementos esenciales. El sistema nervioso vegetativo estaba severamente dañado. Si no recibía oxígeno no podía respirar por las suyas. Elena planteó el caso a las autoridades del hospital. Le respondieron que necesitaban una orden judicial para desconectarle los aparatos. La paciente estaba impedida de firmar o entender. Con la sola firma de la madre no era suficiente.

    Pasó un año más de diálogo mudo entre ambas. Mañanas, tardes y noches de hospital, solitarias, silenciosas. Elena no dejaba de hablarle y contarle todo, los diarios, una película, un libro, revistas, comentarios... Isabella, a juicio de su madre, sabía de su estado. Los médicos opinaban lo contrario; la consideraban un ser vegetativo, asistida artificialmente.

    Cuando Elena le preguntaba si estaba dispuesta a morir los ojos de Isabella se iluminaban. Ya tenía 21 años. Era mayor de edad. Podía firmar muchas cosas.

    Elena, por la suyas, sin asesoramiento legal, se apersonó en el Juzgado de turno de Primera Instancia en lo Familiar de Alicante y presentó un escrito solicitando autorización para desconectar a Isabella. Luego de tres meses de espera volvió a reclamar. La respuesta fue que estaba a estudio del Juez. A los seis meses, luego de otra reclamación, resultó que el expediente se había extraviado.

    Entonces comenzó a visitar abogados. El caso no era bien visto. No había dinero fácil a la vista para tentar a un profesional y cabía la posibilidad de exponerse a una sanción... Enterado de las gestiones de Elena, el Ilustre Colegio Provincial de Abogados de Alicante emitió una circular desaconsejando a sus colegiados involucrarse en un juicio de esa índole.

    La abogada Patricia Puente Gancedo, montaraz e indómita, viuda también, cuya hija sufrió algunos trastornos a raíz de la agresión sexual de un pariente, dejó de lado toda recomendación oficial y tomó el caso. Pactaron guardar silencio para que la presión mediática no influya en los jueces. La discreción era imprescindible para obtener una resolución favorable.

    Pero el asunto volvió a la primera plana con mayor fuerza que antes. Los periodistas exacerbaban al público y organizaban encuestas de opinión ¿Cree usted que Isabella tiene derecho a morir, luego de haber matado a un hombre? Una pregunta a todas luces insidiosa. La segunda parte no interfería en el derecho de morir por propia decisión.

    La bola de nieve se fue agrandando y no hubo forma de detenerla. La noticia cruzó las fronteras españolas y se expandió a los diarios de todo el mundo. De Buenos Aires a Estambul, de Alaska a Mozambique, de Pekín a Los Ángeles, de Nueva Delhi a Moscú.

    El Hospital Universitario de Alicante no estaba preparado para contener y controlar la marea humana de periodistas llegados desde todos los rincones del planeta, amén de las visitas y público en general. Rostros ansiosos por ver el de la bella asesina en coma vegetativo. Los fotógrafos y fotógrafas se colaban en el cuarto de la paciente, disfrazados de médicos o enfermeras. Estallaban los flashes en el rostro de Isabella. Elena, desesperada, intentaba echarlos. Los reporteros respondían con grosería y no faltó quien la empujara violentamente a su cama mientras captaban la escena que salía publicada como... madre de asesina en coma agrede a un fotógrafo. El hospital no daba abasto. La policía se negaba a intervenir aduciendo que no se cometía ningún delito. Las autoridades y Elena desperadas. Ambas por diferentes motivos.

    El problema terminó en el gobierno central cuyos altos funcionarios decidieron el traslado a Madrid. Los motivos eran varios. El interés político el primero. El asunto tenía mucha repercusión mediática. Se podía sacar un buen rédito político del caso y, si la paciente, estaba en Madrid, tanto mejor. Había tomado mucho vuelo para dejarlo en una provincia.

    La Iglesia Católica intervino en el debate. Consideraba, igual que los políticos, que si la paciente estaba en Madrid la repercusión sería mayor con el consiguiente beneficio para Dios Nuestro Señor. El juez alicantino que llevaba la causa por el asesinato, presionado desde todos los frentes, autorizó el traslado.

    Isabella, su madre y el equipamiento médico de última generación, enviado desde Madrid, fueron puestos a bordo de un avión del Ejército del Aire de España. En el Aeropuerto de Madrid-Barajas la esperaba otra ambulancia dotada de avanzado instrumental.

    Durante el trayecto Elena, que palmeaba constantemente a su hija, reparó en una serie de instrumentos médicos descartables dispuestos en una cajita para urgencias al alcance de la mano. Recordó a su esposo cirujano y su manía por el filo y la esterilización del instrumental. Había un bisturí, envuelto en un estuche aséptico, similar al usado por Isabella. Distraída lo cogió y se dejó llevar por la añoranza de los viejos tiempos. A su difunto esposo le gustaba comentar en la cena los detalles más sanguinolentos del quirófano, sin reparar en la repugnancia de su mujer e hija. Se acostumbraron a comer en medio de ganglios, intestinos, ligamentos e infinita variedad de vísceras mal cortadas. Todo regado con copiosas hemorragias por culpa de los desafilados bisturís.

    La ambulancia transitaba en silencio, a marcha normal. El caso no era de urgencia y la sirena llamaría la atención. Así llegó al Hospital Universitario Ramón y Cajal de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid.

    Elena, sorprendida, despertó de su añoranza e instintivamente guardó el bisturí en su bolso. El ingreso de Isabella fue perfecto y además se pudo disfrutar de casi una hora de tranquilidad antes que el primer coche conduciendo reporteros arribara a la carrera.

    Ahora el Gran Circo Mediático se armaba en los pasillos y la sala de entrada del Hospital. El pabellón R8 estaba celosamente custodiado. Los exacerbados periodistas cazaban a los miembros del personal autorizado para asistir a Isabella interrogándolo de cuanto detalle superfluo y frívolo se les ocurriera. ¿Defecaba la paciente...? ¿Meaba...? ¿Se maquillaba...? ¿Qué comía...? ¿Podía hablar...? Localizaron a sus amistades de la escuela, del club, del barrio. Consiguieron unas espectaculares fotos de Isabella a la edad de 16 años., recatadamente ataviada, cuando fue elegida miss Parroquia De La Santísima Cruz De Vista Hermosa de Alicante Las fotos dieron varias veces la vuelta al mundo.

    Isabella y Elena volvieron a gozar de la intimidad y calma a la que estaban acostumbradas. Debían cuidarse del personal para sus pláticas. Eran profesionales y muy atentos a lo que sucedía. Volvieron a sus conversaciones audiovisuales. Una hablaba y la otra miraba. El tema de la muerte continuaba pendiente. Elena y Patricia, la abogada, intentaron sacar partido también de la presión mediática y obtener cuanto antes una orden judicial para suspender los mecanismos asistenciales. El expediente con el pedido de suspensión de las funciones vitales estaba ahora en el Tribunal Supremo de España. Ningún juez lo quería. Quemaba en las manos. Fue hábilmente cajoneado en algún escritorio. Cuando salía a la luz era para resolver negativamente y pasarlo de Cámara en Cámara hasta que llegó al Tribunal Supremo, que aún no se había decidido.

    La cosa trascendía las fronteras españolas. Salió a la palestra un contendiente implacable, que hasta ahora acechaba desde las sombras: El Vaticano.

    En realidad nunca estuvo ausente, solo oculto. Los asesores de prensa de Su Santidad, Alejandro X, aconsejaban intervenir en el tema. La Santa Sede, dio a conocer una declaración citando la encíclica Evangelium vitae del Papa Juan Pablo II, en la que afirma que... la eutanasia es una violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de la persona humana. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio... La vida es propiedad de Dios y ningún humano está calificado para interrumpirla por más razones humanitarias que se esgriman. Finalmente concluía, que de ahora en adelante, el Papa rezaría todos los días por la mejoría de Isabella.

    Elena, sentada en el borde de la cama, leía el diario en voz alta. Veía la intimidad de su hija, un ser humano, invadida por quienes decían representar a Dios y hablaban en nombre de él, pero éste no sabría nada del asunto. Los ojos de Isabella brillaban de furia incontenible.

    Tuvo una repentina inspiración. Se arrodilló al lado de su hija. Besó su mano que reposaba en la cama y elevó el rostro a cinco centímetros de distancia. Se quedó inmóvil.

    Pasaron unos largos minutos. Muy lentamente, casi imperceptible se elevaba el brazo de la joven para rozar la mejilla de su madre mientras su mirada despedía una infinita ternura. Isabella acariciaba a su madre. Conmocionada al máximo Elena quiso conservar la calma, pero sus lágrimas humedecieron las manos de su hija.

    Repitió el ejercicio día a día, colocando el rostro un poco más alto cada vez. Isabella no dejaba de acariciarla. Levantaba el brazo hasta una altura de varios centímetros.

    Una noche estaban tan enfrascadas en el juego que no advirtieron el cambio de guardia y la llegada del enfermero nocturno. Ni bien entró vio a Isabella con el brazo levantado. No podía ignorarlo. Informó al médico de guardia y este llamó al Director del Hospital a su casa particular. La orden fue de absoluto silencio.

    No se cumplió. Por la mañana lo sabía todo el Hospital y antes del mediodía la prensa que montaba guardia. Salió en la primera plana. Elena fue abordada por los periodistas. Ya tenía experiencia y astucia para tratarlos.

   — ¿Usted cree que fue un milagro...?

   —Estoy segura..., el Papa ha rezado por mi hija.

    El asunto levantó aun más la temperatura mediática. Los médicos no tenían una explicación de lo sucedido. En el estado de Isabella no se podía emitir órdenes a los músculos. 


   ... Isabella movió el brazo... El Papa rezó por ella... Gracias al Papa... Dios escuchó los ruegos... Un milagro...

    El Vaticano movió ficha. Eran las oraciones del Papa. Dios había respondido. Los diarios también. La oportunidad era única. Un milagro se estaba gestando. Los asesores de prensa aconsejaron a Su Santidad viajar a Madrid y estar presente en la mejoría. Podía hablarse de milagro en breve tiempo. El Papa aceptó. Los intereses de Dios eran prioritarios. Discretamente se hicieron gestiones diplomáticas y se acordaron los detalles. La noticia de la inminente llegada del Papa a Madrid para ver a Isabella fue difundida por todos los medios.

    El Hospital Universitario Ramón y Cajal se organizó para recibir a tan ilustre visitante. Isabella y su madre fueron trasladas al cuarto más amplio. La vigilancia se duplicó. Agentes especiales del Gobierno, vestidos de civil, ocupaban posiciones dentro y fuera del hospital. Solamente se autorizó el acceso a un reducido grupo de camarógrafos previamente identificados e investigados. La misma Elena fue sometida a interrogatorios.

    Por la mañana, en un momento de intimidad, informó a su hija de la visita que recibiría al día siguiente. Nada menos que el Papa Alejandro X. Los ojos de Isabella brillaron. La madre entendió. Recordó las cenas en familia y la ambulancia de Barajas. Estaban solas. Abrió el bolso y deslizó entre los dedos de su hija un pequeño estuche. La mano se cerró con fuerza.

    Al día siguiente la confusión y el desorden fueron mayúsculos. El Papa venía acompañado de su propio séquito de seguridad. Se metieron en todas partes y comenzaron a dar órdenes en italiano y a los gritos. Nadie entendía nada y todos iban de aquí para allá. Los médicos y enfermeros fueron echados sin contemplaciones. El propio director del Hospital tuvo que salir. Luego de insistir le fue permitido el acceso. Los reporteros y camarógrafos atravesaron las vallas de protección y se colaron dentro del pabellón de máxima seguridad.

    El helicóptero del Papa aterrizó en el helipuerto del hospital, directamente del Aeropuerto de Madrid-Barajas. Los asesores aconsejaron actuar rápido aprovechando el momento de ebullición mediático. Un viaje por tierra hubiera tenido mayor impacto publicitario.

    Elena, al ver semejante revuelo y decidida a todo para que no la echaran en medio del tumulto que se avecinaba, pidió a unos de los antiguos guardias que le prestaran las esposas por unas horas y se esposó a la cama de su hija, en el lado derecho, junto a la cabeza de Isabella. Allí esperó la visita papal que vino precedida de sus guardaespaldas abriendo paso a diestro y siniestro de manera poco cristiana. Elena, esposada, soportó la embestida.

    Su Santidad, Alejandro X, ingresó al cuarto de la célebre paciente acompañado por tres sacristanes, los ayudantes de campo que no se despegaban de su lado ni para ir al lavabo. Se detuvo frente a la cama y haciendo la señal de la cruz murmuró unas palabras bendiciendo a Isabella. Seguidamente uno de los ayudantes arrimó un pomposo reclinatorio tapizado en púrpura con incrustaciones de oro, al costado de la cama. El Papa, apoyado en los otros dos, se acercó dejándose caer en el reclinatorio acolchado. El exceso de peso y la edad le impedían hacer ciertas cosas por si mismo. Pudo ponerse de rodillas junto a la cama.

    La mano de Isabella descansaba junto al rostro del Santo Padre. Las cámaras no perdían detalle de sus movimientos. El Papa hundió el rostro entre sus manos y comenzó a orar.

    Se hizo un profundo silencio en la sala para respetar la oración papal. Los sensibles micrófonos captaban el cuchicheo del Papa orando. Las cámaras grabaron el momento exacto del milagro. El Papa rezaba. La mano de Isabella, apenas entreabierta, se elevaba para acariciar su mejilla. El cuerpo arrodillado del Padre Santo, con el rostro hundido entre las sabanas, se estremeció en varios espasmos.

    El relator oficial del Vaticano informaba al mundo que Su Santidad lloraba acongojado pidiendo a Dios por Isabella. Millones de personas en el mundo veían lo mismo.

    El Papa continuaba inmóvil. La mano de Isabella volvió a bajar. El Papa oraba en silencio con el rostro hundido entre sus manos. Las cámaras enfocaban. El mundo veía. El silencio se esparció por todo el planeta. Todos estaban conmocionados por el milagro. Dios estaba presente en la habitación.

    El Papa permanecía en silencio. Ya no se movía. Ya no rezaba. Reporteros, autoridades, agentes de seguridad y la humanidad en pleno, contemplaban la silenciosa y dramática escena.

    Elena, esposada a la cabecera de la cama, fue la primera que vio la mancha roja que se expandía por la sábana. No dijo nada. Las cámaras que se habían ubicado del lado opuesto, en la mejor posición, tardarían unos segundos en verla.

    Cuando la imagen de la gran mancha de sangre que rodeaba la cabeza del Papa, apareció en las pantallas, el bisturí ya había cortado fácilmente la vena yugular externa y el Sumo Pontífice estaba completamente desangrado. Ninguna ciencia humana lo volvería a la vida. El olor de la muerte se expandía por el mundo. Aquél que socorrió a Lázaro y, que según decía, lo había ungido su representante, prefirió ignorarlo. Era más valioso muerto.

    Los guardaespaldas se abalanzaron sobre Su Santidad. Elena abrió las esposas, dio la vuelta y se puso frente a su hija. Ella abrió la mano. Elena vio el bisturí manchado de sangre. Podía recogerlo y ocultar la prueba, pero prefirió dejárselo a su hija. Era más valiosa muerta.

    Los reporteros salían a la desbandada. Todos querían escapar de ese lugar. El Papa, de rodillas junto al lecho estaba muerto, degollado. Era la noticia del siglo, del milenio.

    Cuando se pudo controlar la situación y el cadáver del Papa estaba rumbo a Roma, la policía abrió la cerrada mano de Isabella y recuperó el arma mortal. El milagro se había producido. El rostro de la paciente estaba sereno. No entendía nada. Los médicos forenses la revisaron. Confirmaron que no entendía nada. Había actuado por un gesto reflejo, involuntario. Muchos se preguntaban como había llegado el bisturí a su mano. Otros respondían que era cosa de Dios y que no acostumbra dar explicaciones

    La opinión pública estaba azuzada al máximo. Una asesina por partida doble. Había matado a su violador y al mismo Vicario de Cristo. Fue nuevamente detenida y, esta vez por razones de seguridad, esposada a la cama. Elena permanecía a su lado.

    Muchos pedían su cabeza. Otros pedían cabezas sin especificar. Algunos decían que la vida es de Dios y otros que le den por culo.

    La repercusión fue enorme. El caso estuvo un año entero ocupando la primera plana de los periódicos del mundo. Luego continuó como una noticia de rutina. La Iglesia Católica y el Gobierno de España obtuvieron un gran rédito político. El nuevo Papa, elegido a los apurones, preparó el camino para una futura canonización de su antecesor. Lo llamó mártir.

   El juicio llegó hasta el Tribunal Supremo de España. Avanzaba rápidamente. Las naciones del mundo civilizado exigían una definición. La sentencia era inminente.

  ¿Testigos...? Había millones. La acusación solicitó reclusión perpetua por homicidio simple y magnicidio en grado de alevosía. Isabella debía ser trasladada a una prisión con todo el equipo médico y mantenerla viva de por vida, impidiéndole la muerte hasta que muriera.

    La abogada defensora hizo una extraña petición que el Alto Tribunal consideró oportuna. Jamás en la historia del derecho la defensa solicitó mayor pena que la acusación.

    Isabella fue condenada a muerte.

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